Ensayo de un Crimen (Luis Buñuel, 1955), presenta una de las más sugestivas escenas fetichistas del cine de Buñuel y que se repetirá, quizá inconscientemente -como debe ser, para un director surrealista-, a lo largo de otras de sus cintas. Ensayo de un Crimen no es, sin embargo, su cinta fetichista más sublime, mérito que le corresponde a Bella de Día (Belle de Jour, 1967) con su obsesión por las prendas íntimas, o la más inquietante, Tristana, (1970), en la cual el fetichismo está representado por la pierna, o la falta de pierna, de una Catherine Deneuve amputada y que fue una película que Alfred Hitchcock admiró y en la cual se deleitó (Ah, Buñuel –le dijo en una reunión de gente de cine-, ¡la pierna de Tristana, la pierna de Tristana!). Ensayo de un Crimen es la historia de Archibaldo de la Cruz (interpretado por Ernesto Alonso), un solterón rico que se entretiene haciendo cerámica y que cree que tiene el poder de asesinar mujeres con sólo desearlo. Se trata de la última película de la trágica actriz Miroslava que se suicidó unos cinco días después de terminar el rodaje, dicen, por amoríos con el torero Dominguín, el padre de Miguel Bosé. En esta película vemos a Archibaldo comprando un maniquí cuyo modelo ha sido Miroslava, precisamente, y que, a falta de no tenerla a ella, se complace en besar en los labios. El personaje se deleita acariciando las prendas íntimas que luego pondrá al maniquí. Y, en la escena decisiva, cuando, frustrado, no logra asesinar a la hermosa inspiración del maniquí, lo destruirá, tirando de la peluca de este y dejándose una pierna en el camino al horno de la cerámica dónde terminará por incinerarle. La pierna artificial y la lencería, claves de las otras dos películas, están aquí, como símbolo de aquello en lo cual, el amante, deposita sus atenciones sexuales en sustitución del objeto humano.
Que de un director como Buñuel, contradictorio, casto, asexual, que consideraba repugnantes los besos en pantalla (pero que, sin embargo, le hubiera encantado inventarlos para el cine) hayan surgido escenas asombrosamente eróticas como la de la lolita Meche (Los Olvidados, 1950, una de las escasas cintas consideradas como Patrimonio Cultural de la Humanidad y que fue rechazada en el México hipócrita y puritano de los años 50 del Siglo XX), subiéndose la falda para mostrar sus muslos desnudos y bañarlos de leche, no es de extrañar que el erotismo más amanerado, en su vertiente fetichista, tenga cabida. Pero será en Diario de una Camarera la película donde fetiche y mujer se aunarán en una escena encantadora, plena de sexo sin sexo, cuando, la camarera, sea puesta a caminar con un par de botas de piel ceñidas a sus pies: elegancia, fetiche, podofilia... y todo en unos breves segundos. Un verdadero espectáculo para aquellos que amamos distinto.
Que de un director como Buñuel, contradictorio, casto, asexual, que consideraba repugnantes los besos en pantalla (pero que, sin embargo, le hubiera encantado inventarlos para el cine) hayan surgido escenas asombrosamente eróticas como la de la lolita Meche (Los Olvidados, 1950, una de las escasas cintas consideradas como Patrimonio Cultural de la Humanidad y que fue rechazada en el México hipócrita y puritano de los años 50 del Siglo XX), subiéndose la falda para mostrar sus muslos desnudos y bañarlos de leche, no es de extrañar que el erotismo más amanerado, en su vertiente fetichista, tenga cabida. Pero será en Diario de una Camarera la película donde fetiche y mujer se aunarán en una escena encantadora, plena de sexo sin sexo, cuando, la camarera, sea puesta a caminar con un par de botas de piel ceñidas a sus pies: elegancia, fetiche, podofilia... y todo en unos breves segundos. Un verdadero espectáculo para aquellos que amamos distinto.
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