Cierta vez entendí el poder del cine mirando un documental sobre tribus del desierto. Uno de los hombres, alojado en una tienda, tocaba la guitarra mientras se le filmaba. Sobre la caja de la guitarra tenía una calcomanía de la película de James Cameron, Titanic, y pude ver la capacidad de penetración del Colonialismo Cultural Yanqui en las culturas más aisladas de la Tierra. Esto viene a cuento cuando hablamos del Cine Mexicano de la Época de Oro siendo la Revolución Mexicana la que dio su mayor contribución a la sociedad a través del cine, precisamente, y no tanto a través de la realidad social del país.
La verdadera madre del Cine Mexicano de la Época de Oro es Dolores del Río, la actriz mexicana que fuera una de las primeras divas del Hollywood de la etapa muda quien decidió, después de su affaire con Orson Welles (sí, el director de Citizen Kane, quizá la mejor película de todos los tiempos), y tras fracasar en diversos filmes de bajo presupuesto, regresar a México.
Fue Emilio, el Indio Fernández el padre. Una anécdota, que parece una leyenda, nos habla de Emilio Fernández haciendo trabajos de poca importancia en Hollywood y mirando a Dolores en una fiesta. Ella le miró, a la vez, y exclamó: “díganle a ese Indio, que me traiga mi abrigo”. Él se lo llevó y le dijo: “algún día, yo la dirigiré en una película”. La profecía se cumplió el 9 de mayo de 1943, cuando ambos estrenan Flor Silvestre. Comienza, así, la invención de un país a través de su cine (como hiciera Hollywood antes con los Estados Unidos), un territorio amplio de bellos paisajes (fotografiados por el omnipresente Gabriel Figueroa y sus “cielos”), de charros cantores, de cadillacs, de haciendas, caballos, pistolas, historias de amor rancheras, la Revolución Mexicana y los campesinos. La importancia del cine mexicano de esta época es tal que la imagen que presentó al mundo del país, es, todavía, imborrable, pues en otras latitudes la imagen de México es, precisamente, la de una tierra exótica de charros, caballos y pistolas, con caminos polvorientos y bandidos, leyenda alimentada también por cutres producciones hollywoodescas de mala propaganda (con honrosas excepciones que, después de todo, también tergiversaron la realidad del país, como lo es El Tesoro de la Sierra Madre, cinta de 1948, de John Huston).
La industria del cine mexicano a través de estos años lo condujo a ser la más importante de América después de la de Estados Unidos y, para 1946, le lleva a la construcción de los Estudios Churubusco, que estrenaría John Ford para El Fugitivo, basado en un relato de Graham Greene y con la misma Dolores del Río.
Y fue Dolores quien volverá a aparecer en el crepuscular western de Ford, El Ocaso de los Cheyenes y que interpretaría, incluso, a la madre de Elvis Presley en otra cinta, alcanzando a llegar a otras eras de la cultura de la pantalla.
Dolores del Río, madre del cine mexicano de la época dorada, murió en su mansión de la Jolla, California, el 11 de abril de 1983, siendo diva todavía y admirada en Hollywood hasta el día de hoy, dándole a México esa imagen de fascinación idílica y exótica, para bien o para mal, con la cual, todavía, se le reconoce.
La verdadera madre del Cine Mexicano de la Época de Oro es Dolores del Río, la actriz mexicana que fuera una de las primeras divas del Hollywood de la etapa muda quien decidió, después de su affaire con Orson Welles (sí, el director de Citizen Kane, quizá la mejor película de todos los tiempos), y tras fracasar en diversos filmes de bajo presupuesto, regresar a México.
Fue Emilio, el Indio Fernández el padre. Una anécdota, que parece una leyenda, nos habla de Emilio Fernández haciendo trabajos de poca importancia en Hollywood y mirando a Dolores en una fiesta. Ella le miró, a la vez, y exclamó: “díganle a ese Indio, que me traiga mi abrigo”. Él se lo llevó y le dijo: “algún día, yo la dirigiré en una película”. La profecía se cumplió el 9 de mayo de 1943, cuando ambos estrenan Flor Silvestre. Comienza, así, la invención de un país a través de su cine (como hiciera Hollywood antes con los Estados Unidos), un territorio amplio de bellos paisajes (fotografiados por el omnipresente Gabriel Figueroa y sus “cielos”), de charros cantores, de cadillacs, de haciendas, caballos, pistolas, historias de amor rancheras, la Revolución Mexicana y los campesinos. La importancia del cine mexicano de esta época es tal que la imagen que presentó al mundo del país, es, todavía, imborrable, pues en otras latitudes la imagen de México es, precisamente, la de una tierra exótica de charros, caballos y pistolas, con caminos polvorientos y bandidos, leyenda alimentada también por cutres producciones hollywoodescas de mala propaganda (con honrosas excepciones que, después de todo, también tergiversaron la realidad del país, como lo es El Tesoro de la Sierra Madre, cinta de 1948, de John Huston).
La industria del cine mexicano a través de estos años lo condujo a ser la más importante de América después de la de Estados Unidos y, para 1946, le lleva a la construcción de los Estudios Churubusco, que estrenaría John Ford para El Fugitivo, basado en un relato de Graham Greene y con la misma Dolores del Río.
Y fue Dolores quien volverá a aparecer en el crepuscular western de Ford, El Ocaso de los Cheyenes y que interpretaría, incluso, a la madre de Elvis Presley en otra cinta, alcanzando a llegar a otras eras de la cultura de la pantalla.
Dolores del Río, madre del cine mexicano de la época dorada, murió en su mansión de la Jolla, California, el 11 de abril de 1983, siendo diva todavía y admirada en Hollywood hasta el día de hoy, dándole a México esa imagen de fascinación idílica y exótica, para bien o para mal, con la cual, todavía, se le reconoce.